Todo depende de los intereses que serán tomados más en cuenta a la hora de redactar la modificación de ley que iniciará el nuevo marco legal que remplazará la situación actual. Si estos intereses son sobre todo financieros, es bien posible que el sudor de los activistas por la legalización termine convirtiéndose en riego para un sistema que será peor que el que tenemos ahora. Nos debe preocupar la involucración de multimillonarios en el debate sobre las drogas, aunque sea para financiar iniciativas para apoyar la reforma.
Desde el principio, la guerra contra las drogas ha tratado sobre el control de los ingresos que generan. Los británicos libraron dos guerras para forzar al imperio Chino a aceptar que les invadieran con opio cultivado en la India. Luego, cuarenta años después, cuando los chinos habían logrado producirlo ellos mismos, el Reino Unido se sumó al reclamo internacional de erradicar el opio, aunque defendieron el derecho de producir morfina y heroína para su uso medicinal. Es larga la lista de episodios donde las drogas han servido de pretexto para justificar una operación represiva que no tenía nada que ver con la salud pública, sino con la protección de algún negocio millonario. El narcotráfico mismo beneficia sobre todo a los países que siempre han insistido más en la prohibición. Actualmente, de los cuatrocientos mil millones de euros que genera la economía de las drogas anualmente a nivel mundial, menos del uno por ciento es considerado como gastos de producción, o sea, termina alimentando a familias campesinas, trabajadores, grupos armados insurgentes o criminales. El resto (trescientos noventa y seis mil millones de euros) acaba en los bolsillos de personas y grupos de interés cuyas cuentas bancarias están bien establecidas en el mundo occidental. Para estos grupos, controlar los lugares de producción, rutas de tráfico, métodos de distribución y de blanqueo del dinero de las drogas es tan importante estratégicamente como para las empresas petroleras controlar las tuberías. El volumen de sus ganancias no tolera que dejen a la suerte decidir sobre el futuro de su “sector”, entonces es obvio que estos grupos controlen el aparato político. La guerra contra las drogas les sirve sobre todo para mantener un nivel constante de nueva mano de obra, relativamente inocente y con ganas de tomar riesgos aunque sea por algunas migajas, mientras que el destino de las verdaderas ganancias siga asegurado.
Ahora que crece el apoyo público para considerar poner fin a la prohibición del cannabis por lo menos, iremos viendo cómo estos grupos de interés cambiarán de estrategia. Nos tendremos que ir acostumbrando a esfuerzos para monopolizar el mercado. Algunos ni siquiera esconden esa intención, como los diez empresarios que juntos financiaron una campaña para lograr la legalización del cannabis en el estado de Ohio (Estados Unidos), a condición de que les sea otorgado el derecho exclusivo de cultivarlo. Otros tratan de camuflarse detrás de las palabras mágicas “cannabis medicinal”: en los próximos años iremos viendo pasar una larga serie de llamados expertos en el cultivo y la producción de derivados de cannabis “para su uso medicinal” en la esperanza de ser los primeros para poder gozar de una primera ola de legalización, que muchos piensan será limitada al uso autorizado por médicos, como pasó en Estados Unidos también.
Una legalización parcial del cannabis puede prolongar la vida de la prohibición si no rompe con los principios de esa política, es decir, la negación al individuo del derecho de poner en su cuerpo lo que le dé la gana. El movimiento global para terminar la guerra contra las drogas podría verse seriamente debilitado por un simple cambio del estatus de la provisión del cannabis de ilegal a legal. Como fue el caso con los programas de reducción de daño, crearía un dilema enorme entre la necesidad urgente de salvar y mejorar las vidas de millones de consumidores que necesitan el cannabis por un lado, y la necesidad de declarar la paz global de drogas para salvar y mejorar vidas de miles de millones de personas que hoy sufren de un sistema corrupto por el otro.
Por un lado nadie en su sano juicio puede estar en contra de ese cambio, mientras que por otro, todos seríamos conscientes de que crear un mercado legal para el cannabis serviría para mantener el proceso de dividir y reinar entre las drogas. Ahora los consumidores de cannabis están en el lado de los que consumen sustancias ilegales y saben que están frente a un aparato basado en mentiras y prejuicios. Una vez legalizado el cannabis, estos consumidores gozarán de nuevas libertades y privilegios, se juntarán con los que toman alcohol o tabaco y perderán el interés de luchar contra el aparato que les ha reprimido tanto tiempo.
Por lo tanto, una legalización del cannabis que no da el derecho a todos a autosostenerse es una medida digna de desconfianza. Al mismo tiempo, se puede dudar de una legalización sin que haya suficiente disponibilidad de información y tecnología para el autocultivo. Tal y como la democracia en una sociedad de analfabetos suele llevar a la dictadura, la legalización del cannabis en una sociedad donde la gente no sabe cómo cultivar llevará al monopolio de unos pocos.