Debate encendido en la radio ante la regulación del cannabis en Uruguay o en Estados Unidos. En la terraza de un bar cualquiera, un joven está liando un porro y las dos señoras que toman un cortado en la mesa de al lado lo miran con cara de desaprobación. A unos cuantos metros, en la misma calle, un pequeño local sin rótulo ni ningún tipo de elemento identificativo disimula lo que realmente es, un club cannábico, y siguiendo calle abajo un grow-shop promueve sin ningún tipo de tabú toda clase de complementos para el cultivo de la marihuana.
El consumo de cannabis se ha convertido en algo habitual y muy visible en muchos entornos de nuestra sociedad, y no parece que esté perdiendo protagonismo sino todo lo contrario. Los clubs sociales de cannabis han sido el detonante que muchos políticos y administraciones querían evitar, y pocos -y bienvenidos sean- han dado una respuesta aunque tímida a esta situación. El debate sobre la regularización del cannabis ha crecido exponencialmente, se ha hecho mayor, y parece que no se irá hasta que no obtenga algún tipo de respuesta diferente de la recibida con anterioridad. Esta vez la derrota no parece tan clara.
La prohibición fracasa
La respuesta recibida ha sido siempre la misma: la prohibición. Pero esta respuesta ya no contenta ni a los mismos que la crearon. No es para menos, los objetivos que se habían marcado no solo no se han conseguido sino que la situación ha ido empeorando. La prohibición no ha hecho disminuir ni el número de consumidores, ni el mercado negro y sus mafias. Al contrario, las consecuencias negativas de esta prohibición son cada vez más visibles y reconocidas internacionalmente. Entre ellas, el gran poder que las mafias han conseguido, la discriminación de los consumidores, el gasto de grandes cantidades de dinero público para represión y control, la corrupción, la delincuencia o la adulteración de las drogas, con los riesgos que eso supone para los consumidores.
La lógica nos dice que cuando hay un problema, si hemos utilizado una estrategia durante décadas y no nos ha funcionado, necesitaremos buscar nuevas respuestas para que los resultados sean mejores. Y esto es precisamente lo que diferentes países, como Uruguay, están intentando. Cierto es que hay valentía política para asumir el control de la situación, y también que estas nuevas políticas no están exentas de riesgos, pero continuar por un camino cuya ineficacia se ha demostrado también tiene sus responsabilidades.
Más del 70% del dinero que se invierte en el fenómeno de las drogas va destinado a represión y control, y solo el resto a tratamiento, prevención y atención social. Sin entrar en si sería deseable o no, ¿realmente podemos eliminar las drogas del mundo? Entonces, hay que dar un vuelco a las prioridades y prepararnos para convivir con ellas, con los riesgos que, como el cannabis, suponen para la salud.
Ojo, regularización no significa liberalización, sino asumir la responsabilidad de controlar la situación. Una situación que ahora está (des)controlada por las mafias. La Administración tiene la responsabilidad de ser capaz de quitarles este control. Eso debería permitir definir y controlar quién, cómo y qué consumir, cultivar o vender. ¿Es una ingenuidad querer controlar la futura industria del cannabis de igual manera que la del tabaco o la del alcohol? Difícil es, seguro, pero ni mucho menos imposible. Siempre será mucho peor dejar en manos de mafias a los millones de consumidores de cannabis actuales. La elección es: o ellos, o nosotros.