“Uno, siete, seis”, dice al telefonillo un socio de un club de fumadores de cannabis en el noreste de Madrid. El código secreto lo identifica. Ahora puede tirar de la segunda puerta y entrar en la sede de la asociación. Un grupo de nueve socios fuma mientras conversa sentado en una pequeña sala. Todos los días, de las 17.00 a las 22.00, los afiliados pueden ir a consumir marihuana, hachís y otros derivados de la planta. La ley antitabaco de 2011 sentó la jurisprudencia para la existencia de estos clubes. Más de 40 han abierto en la ciudad desde ese año, según cifras de las asociaciones. Madrid es la cuarta comunidad con más grupos registrados, después de Cataluña (162), el País Vasco (119) y Canarias (69).
“Tenemos 200 socios y seguimos creciendo”, asegura uno de los miembros de la junta directiva del club. A su espalda hay dos repisas que alojan la hierba. “Solo podemos tener 9,9 kilogramos de marihuana en el club. A partir de 10 es ilegal”, afirma el líder, de unos 40 años. Los socios deben hacer una “previsión de consumo” mensual, según sus estatutos. Registran el consumo de cada afiliado para no superar los 100 gramos permitidos. El vacío legal es muy corto.
El club abrió hace menos de tres meses. Ocupa el lugar de un bar de rock que cerró por falta de clientes. La junta directiva, o cúpula, como se autodenomina, pintó las paredes, arregló las baldosas rotas e instaló un sistema de ventilación para filtrar y liberar el humo. Un pequeño tablero sintético reafirma el espíritu de la asociación: “Coge tu consumición y se acepta tu aportación”. Los socios no compran. Retiran el producto de su cultivo común, de acuerdo con los estatutos. La aportación es de máximo tres euros por cada “retiro” de marihuana. Por las extracciones, de hachís, se reciben hasta ocho.
La clave del wifi de la asociación es ciliatus, una de las especies de reptil que tienen como mascota en el lugar. En el otro extremo una Victoria de Samotracia pop le impone la fuerza de sus colores a la sala. “Quiero pillar un poco”, dice, desprevenido, uno de los socios frente a la barra. “Aquí no se pilla. Te he dicho que si quieres algo es porque retiras tu cuota”, contesta irritado otro miembro. Cualquier equivocación en los términos podría servir para acusarlos de tráfico o de apología del consumo de drogas, aseguran.
La declaración jurada que citan los nuevos socios cita la ley de protección de la seguridad ciudadana, un artículo del código penal y dos de la Constitución. El club cuenta con asesoría legal y sanitaria. La aportación de 30 euros anual que hacen los miembros se destina, en parte, al pago de los abogados. Si un socio es detenido por consumir marihuana cuenta con la defensa del club. El dinero restante sirve para mantener el local.
Para entrar es requisito fundamental que un socio invite al visitante. Los nuevos rellenan un impreso en el que aseguran ser consumidores habituales de la droga, por uso recreativo o medicinal. Más de la mitad de los miembros son hombres. “Sería muy buena idea crear una asociación que solo aceptara mujeres. Nosotros la atenderíamos”, dice uno de los líderes buscando las carcajadas de sus compañeros. La solicitud de inscripción acepta como documentos de identidad válidos el DNI o el permiso de residencia. “Vienen extranjeros de todas partes: americanos, franceses, dominicanos”, afirma uno de los miembros de la cúpula, un sudamericano de unos 35 años.
“No hay vacío legal, nosotros nos apoyamos en la jurisprudencia”, advierte un socio. El Parlament catalán se convirtió en enero en el único en España que regula este tipo de asociaciones. Un letrero en la puerta del interior del local vuelve a recordar la relación ambigua e intrincada que hay con los de fuera y que toma una pausa en el club: “Apagar el exterior”.
Info. El Pais